sábado, 22 de marzo de 2014

Eran las ocho y media de la mañana de un sabado más en el calendario. A esta hora, probablemente sólo la mitad de la población sería capaz de mantener los ojos abiertos debido a la pesadez sobre los párpados que producen el alcohol, la música, y esa gente que prefiere deambular un sábado por la noche a amanecer temprano un domingo por la mañana. Yo prefería lo último, y por eso mismo pertenecía a la otra mitad, la que vive de día.
Mi reflejo posee exactamente las mismas cualidades de todos los días. El mismo pelo rubio alborotado, la misma tez morena (producto, también, de mi gusto por las horas soleadas), los mismos ojos redondos y castaños. El mismo chico de cada día saludaba desde aquella superficie brillante situada sobre el lavamanos. 
Y tras una ducha y un café, me pongo el chándal. Sólo bastan un par de auriculares y el botón de "play" para romper la rutina. Mis pies se mueven al ritmo de Bon Jovi en una carrera contra mí mismo. When the world gets in my face, I say "have a nice day".

La mujer de mediana edad que pasea a sus dos bulldog francés también pertenece a aquella mitad de la población amantes de las mañanas, y aunque no sé su nombre, ni su domicilio, ni nada sobre ella o su personalidad, la echaría de menos si no me la cruzara con su habitual "¡Buenos días!" y su sonrisa levemente torcida. Es de esta clase de desconocidos que la casualidad convierte en parte de tu vida. Y como ella, hay otros tantos. Es entonces cuando aquella chica de mirada nostálgica que analizaba entre lágrimas el horizonte se me viene a la cabeza. 
Su pelo negro, sus ojos castaños y su sonrisa fugaz. Sólo unos segundos de conversación y unos pocos minutos de compañía silenciosa bastaron para resultarme inolvidable. 
Dirijo mi mirada al mismo horizonte que ambos contemplamos detenidamente aquella tarde, hace dos semanas, y de repente, acelero el ritmo de carrera. Mi meta: las rocas altas. Pero una vez más, algo me dice que aquella pequeña silueta no estará allí.
 

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